13 abril 2014 – Domingo Ramos A – San Pío de
Pietrelcina – Resonancias de la
Palabra
Contemplaba a Cristo crucificado
El padre Rafael,
que fue Superior del padre Pío, cuenta lo que le escuchó confidencialmente: “Estaba en el coro, dando gracias después de
la misa, y allí en un momento de sopor y de profunda contemplación sobre Cristo
crucificado, recibí las llagas en las manos, y en los pies. Del crucifijo, que
estaba en el coro, transformado en un misterioso personaje cubierto de sangre,
partían haces de luz con flechas y llamas que llegaron a herirme las manos y
los pies, porque el costado lo tenía ya llagado desde el 5 de agosto de este
mismo año”.
Perfume de rosas y violetas
Emanuele Brunatto
fue uno de los grandes convertidos del padre Pío. Había sido buzo en América,
sastre de señoras en Milán, jockey en Bolonia, comerciante en Palermo y
empresario de una famosa cantante de cabaret en Nápoles. Él cuenta así su
conversión: “El fraile (padre Pío) me
miró con desdén como si viera venir al diablo. Pensé: ¿éste es el santo? ¿Por
qué me mira con tanto odio? Yo estaba furioso. El capuchino parecía no ocuparse
de mí. Huí como un loco de la sacristía y comencé a sollozar como niño herido,
repitiendo constantemente: Dios mío, Señor mío. Cuando volví a la sacristía, el
padre Pío me esperaba solo. Su rostro, tenía una belleza celestial, irradiaba
una alegría indescriptible. Sin palabras, me hizo señas de arrodillarme. Los
recuerdos del pasado me vinieron como aguas de un torrente en crecida. ¡Cuántos
errores cometidos desde mi adolescencia! Le dije:
—No terminaré jamás de confesarme tantos pecados.
El padre me dijo:
— Te has confesado durante la guerra y el Señor
te ha perdonado.
Cuando llegó el momento de la absolución, el padre Pío
debió comenzar varias veces, como si luchase con un adversario invisible. Las
palabras sacramentales chocaban como flechas lanzadas sobre mi cabeza, mientras
de su boca salía un perfume de rosas y violetas que me inundaba el rostro. Al
momento de dejar el convento, le pedí bendecir al único objeto decente que
encontré en mis bolsillos, un par de guantes blancos, último residuo de mis
actuaciones teatrales. Tuvo un pequeño movimiento de sorpresa, pero me sonrió y
lo bendijo. Desde aquel día hasta que los perdí, estos guantes emanaron de vez
en cuando el perfume que había sentido durante la confesión”.
.
Niño con encefalitis sanó
milagrosamente
El padre Rafael,
que fue su Prior de 1933 a
1940, dice: El 10 de junio de 1940 llegó al convento una señora con un hijo de
seis años enfermo de encefalitis. Al día siguiente escuchó la misa del padre
Pío. Después de la misa, al verlo pasar para ir a confesar, le presentó a su
hijo en brazos toda llorosa y desconsolada. El padre Pío la miró con compasión,
le hizo una señal de bendición y entró en el confesonario. La pobre madre, un
poco decepcionada pero con fe, se quedó en la iglesia a rezar hasta que el
padre terminó de confesar. Después se retiró ella al albergue donde acostó al
niño, que al momento se quedó dormido. Hacia las 5:30 p.m. el niño se despertó
y se levantó solo totalmente curado. A la mañana siguiente, la madre le
agradeció al padre Pío, que le respondió: “Agradéceselo a la Virgen que te ha dado esta
gracia”. En ese momento estaba presente el doctor Filippo De Capua, pediatra de
Foggia, que vio al niño antes y después de la curación.
”¡Me ha dicho todo!”
Un día un hombre salió de la iglesia,
después de haberse confesado con el P. Pío, y se puso a gritar, loco de
alegría, a todas las personas que se le acercaban: "Hacía 35 años que no
entraba en una iglesia. Sí, 35 años que no quería saber nada ni de Dios ni de la Virgen ni de los santos.
¡Llevaba una vida de infierno! Un día una persona me dijo: ¡Vaya a San Giovanni
Rotondo y verá! Solté la carcajada y contesté: “Si usted cree que ese cura me
va a convencer, está muy equivocada”. Pero esta idea no me dejó en paz. Era
como una perforadora que escarbaba dentro de mí. Finalmente, no pudiendo más,
me dije: “¿Por qué no ir? Así acabaré con esta obsesión”. Llegué anoche. No
había lugar para uno como yo, acostumbrado a las comodidades. Pasé la noche
pensando en mis pecados y sudando abundantemente. A las dos de la madrugada, se
oyen varios despertadores.
Me levanté con todos los demás; pero
blasfemando contra todos. No obstante, me dirigí a la iglesia. No entendía lo
que me pasaba por dentro. Esperé como los demás y entré como los demás. Asistí
a la Misa del P.
Pío. ¡Qué Misa! Me mordía los labios, me defendía... pero no tenía nada que
hacer, comenzaba a perder terreno. La cabeza me estaba explotando. Después de la Misa seguí a los hombres que
iban a la sacristía como un autómata. Al entrar, el P. Pío vino a mi encuentro
y me dijo: “¿No sientes en la cabeza la mano de Dios?” Yo contesté:
“Confiéseme, padre”. Apenas me había arrodillado, sentí la cabeza vacía como
una olla. Me era imposible recordar mis pecados. El padre esperó un poco y
luego me dijo: “Ánimo, hijo, ¿no me dijiste todo durante la Misa? ¡Ánimo!” ¡Y me dijo
todos mis pecados! Yo le contestaba solamente “Sí”. ¡Ahora me siento limpio
como un niño! ¡Ahora me siento feliz!"
“El
padre Pío es un santo”.
Declara el padre
Alessio Parente: Un día una señora me dijo: “El padre Pío es un santo”. Y me
contó que su única hija había tenido una hemorragia interna y, a pesar de los
esfuerzos de los doctores, no pudieron hacer nada para salvarla. Decía: “Yo
lloraba e invocaba constantemente al padre Pío”. De pronto, lo he visto a mi
costado. Me ha puesto una mano sobre mi espalda y me ha dicho: “No te
preocupes, yo seré el doctor de tu hija”. Después desapareció. En ese momento,
mi hija se agitó en la cama y yo pensé que era el fin. Llamé al doctor y pudo
constatar que la hemorragia había cesado. La misma mañana le dieron de alta en
el hospital.
“Tú
estás mucho más grave”
Cierto día, un comerciante de la ciudad de
Pisa llega a San Giovanni Rotondo a pedir al P. Pío la sanación de una hija que
estaba muy enferma. Cuando estuvo frente al padre, éste lo miró y le dijo:
"Tú estás mucho más enfermo que tu hija. Yo te veo muerto".
—¿Qué dice, Padre?
¡Yo estoy muy bien! —¡Miserable!
-Le grita el P. Pío-. ¡Infeliz! ¿Cómo puedes estar bien con tantos pecados en
la conciencia? ¡Estoy viendo por lo menos treinta y dos!
El hombre se sorprendió mucho, y terminó
arrodillándose para confesarse.
Terminada la confesión, el comerciante de
Pisa decía a todos: "¡El sabía todo y me ha dicho todo!"
Un ateo simulando fe se acercó al santo
En una ocasión un hombre, relacionado con
una organización criminal, había decidido matar a su esposa. Para hacer creer
que se trataba de un suicidio, pensó acompañarla a San Giovanni Rotondo,
simulando amor y fe. Era un ateo, que no creía ni en Dios ni en el diablo.
Aprovechando el viaje, entró en la sacristía donde confesaba el P. Pío para ver
este "típico fenómeno de histerismo". Apenas el P. Pío lo ve, se le
acerca, lo aferra del brazo y le grita: “¡Fuera, fuera, fuera! ¿No sabes que te
está prohibido mancharte las manos de sangre? ¡Vete!”
Todos los presentes quedaron aturdidos.
Enloquecido, el pobre infeliz huyó, como si le hubiera caído fuego encima. ¿Qué
pasó en la noche? Sólo Dios lo sabe y el P. Pío. La mañana siguiente el hombre
estaba a los pies del P. Pío, que lo recibió con amor, lo confesó, le dio la
absolución y luego lo abrazó tiernamente. Antes de que se retirara, le dijo:
"Tú siempre has deseado tener hijos, ¿no es verdad?” El hombre lo miró
sorprendido, y luego contestó: "Sí, y mucho"
"Bien, ahora no ofendas más al Señor y
tendrás un hijo". Un año después, retornaron los dos esposos para que les
bautizara al hijo.
Especialista en grandes pecadores
Lo excepcional de los estigmas del padre Pío
servía siempre para atraer desde lejos a los grandes pecadores. Sus respuestas,
sencillas y profundas a la vez, terminaban con las grandes objeciones que
atormentaban toda una vida. —Padre, ¡Yo no creo en Dios! Le dijo un día
uno de esos grandes ateos. —Hijo
mío, ¡pero Dios sí cree en ti! Contestó el P. Pío, y bien pronto, el ateo
terminó arrodillándose para confesar sus pecados. —Padre, le dijo otro, ¡he pecado demasiado, no tengo más la esperanza de
ser perdonado! —Hijo mío, Dios
perdona sin cansarse a las almas más obstinadas: ¡le costaste demasiado para
que te abandone!