domingo, 8 de marzo de 2015



8 marzo 2015 – Cuaresma 3º B –  El Templo de Dios – Resonancias
Juan 2, 13 – 25

Oración de alabanza
La oración de alabanza ha sido llamada “la oración perfecta”. En efecto quien alaba a Dios, está poniendo al Señor en el lugar que le corresponde: el primero. Se olvida uno de sí mismo para centrar su atención en la bondad y grandeza de Dios. Deja sus urgencias y pedidos a un lado. Aquí te ofrezco un versículo del salmo 84 con el esquema responsorio, para despertar en tu corazón el anhelo de alabar a Dios.

V. Dichosos lo que viven en tu Casa, Señor, alabándote siempre.
R. Dichosos lo que viven en tu Casa, Señor, alabándote siempre.
V. Un solo día en tu casa vale más que otros mil.
R. Alabándote siempre.
V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Dichosos lo que viven en tu Casa, Señor, alabándote siempre.

En la Biblia se insiste en alabar sin cesar a Dios: “Alabaré al Señor mientras viva; cantaré y tocaré para mi Dios mientras exista” (103) “Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote” (62). “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mis labios” (33). Que éste sea tu persistente deseo, pero también una línea de acción para impregnar tus jornadas de alabanza y glorificación a Dios. P. Natalio.

Casa de Oración
Jesús les contó esta parábola: «Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: "Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas". En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!".
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». (Lucas 18, 10 – 14).

Jesús es tu amigo, visítalo
Gabriela Bossis (1874- 1950), gran mística francesa, recibía mensajes de Jesús (locuciones internas), que ella dejó escritos en su libro Él y Yo, que es su Diario. Tiene más de 50 ediciones. Gabriela nos refiere entre otros muchos mensajes:

En la ciudad yo pasaba delante de una iglesia. Él me dijo: "¿Por qué no entras a verme? ¿Qué tal si yo tuviera algo que decirte? Tú no pasarías delante de la casa de una amiga íntima sin entrar corriendo alegremente, incluso, te las arreglarías para poner esta visita en tu trayecto. Y sin embargo, esta persona amiga no te esperaría con el mismo deseo que tiene tu Salvador. Entra, esto no te retrasará. Mira cuánto te amo." (Nº 787). 

La visita diaria a Jesús

Antes era el hombre quien esperaba a Dios, ahora resulta que es Dios quien espera al hombre y éste ni se entera. Por eso, no te pierdas la visita diaria a Jesús. “La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo Nuestro Señor” (Cat 1418). Y la Iglesia concede una indulgencia plenaria al fiel que visite a Jesús para adorarlo en la Eucaristía, durante media hora. ¡Cuántas bendiciones traerá a tu vida la visita diaria a Jesús!

Si la haces en la mañana, antes de ir al trabajo, será como un acumulador eléctrico, pues durante todo el día te irradiará amor, paz y alegría. ¡Llénate de energías por la mañana delante del Santísimo! Y si vas por la noche, después de un día de trabajo agotador, entonces te parecerá que se abre una válvula de escape, que te relajará de tus tensiones y así te apaciguará y te dará tranquilidad para dormir mejor. ¿Acaso es demasiado pedir que todos los días visites a tu Dios? ¿No tienes acaso nada que agradecerle en este día?, ¿nada, nada?
Visitar a Jesús sacramentado cada día es exponer nuestra alma enfermiza y anémica a la irradiación invisible de su amor. De este modo, nuestra alma comenzará a renovarse con una nueva vitalidad, florecerá como en primavera y brotará con vigor la alegría y la paz dentro del corazón. P. Ángel Peña.
Visita de amigos
Una vez un sacerdote recorría su Iglesia al mediodía. Al pasar por el altar decidió quedarse cerca para ver si alguien venía a rezar. En ese momento se abrió la puerta, el sacerdote frunció el entrecejo al ver a un hombre acercándose por el pasillo; el hombre estaba sin afeitarse desde hacía varios días, vestía una camisa rasgada, tenía el abrigo gastado y sus bordes habían comenzado a deshilacharse.
El hombre se arrodilló, inclinó la cabeza, luego se levantó y se fué. Durante los siguientes días el mismo hombre, siempre al mediodía, entsba en la Iglesia con su maleta... se arrodillaba brevemente y luego volvía a salir... El sacerdote, un poco temeroso, empezó a sospechar que se tratabq de un ladrón, por lo que un día se puso en la puerta de la Iglesia y cuando el hombre se disponía a salir le preguntó: "¿Qué haces aquí?"
El hombre dijo que trabajaba cerca y tenía media hora libre para comer y aprovechaba ese momento para rezar. "Solo me quedo unos instantes, porque la fábrica queda un poco lejos, así que me arrodillo y digo: "Señor, solo vine nuevamente para contarte cuán feliz me haces cuando me liberas de mis pecados... no sé muy bien rezar, pero pienso en ti todos los días... Así que, Jesús, me despido. Soy Juan". El Padre, sintiéndose un tonto, le dijo a Juan que estaba bien y que era bienvenido a la Iglesia cuando quisiera. (Continúa en: “Ningún amigo vino a visitarlo”).

“Ningún amigo vino a visitarlo”
El sacerdote se arrodilló ante el altar, sintió un gran amor en su corazón y encontró a Jesús. Mientras suaves lágrimas corrían por sus mejillas, repetía la plegaria de Juan: "Solo vine para decirte, Señor, cuán feliz soy desde que te encontré a través de mis semejantes y me liberaste de mis pecados... No sé muy bien cómo rezar, pero pienso en ti todos los días... Así que, Jesús, soy yo". Cierto día el sacerdote notó que el viejo Juan no había venido. Los días siguieron pasando sin que Juan volviese para rezar. El Padre comenzó a preocuparse, hasta que un día fue a la fábrica a preguntar por él. Allí le dijeron que Juan estaba enfermo y que, a pesar de que los médicos estaban muy preocupados por su estado, todavía había esperanza de recuperación.
Con la venida de Juan hubo cambios en el hospital. Él sonreía todo el tiempo y su alegría era contagiosa. La enfermera jefe no podía entender por qué Juan estaba tan feliz, ya que nunca había recibido ni flores, ni tarjetas, ni visitas. El sacerdote se acercó al lecho de Juan con la enfermera y ésta le dijo, mientras Juan escuchaba: "Ningún amigo ha venido a visitarlo, él no tiene a dónde recurrir". Sorprendido, el viejo Juan dijo con una sonrisa: “La enfermera está equivocada... pero ella no puede saber que todos los días, desde que llegué aquí, al mediodía, un querido amigo mío viene, se sienta aquí en la cama, me agarra de las manos, se inclina sobre mí y me dice: "Solo vine para decirte, Juan, cuán feliz soy desde que encontré tu amistad y te liberé de tus pecados. Siempre me gustó oír tus plegarias, pienso en ti cada día. Así que, Juan, soy Jesús". (Autor desconocido).
André Frossard ateo convertido
Entró a una iglesia a buscar a un amigo y allí encontró a Dios. Estaba expuesto el Santísimo Sacramento en la custodia y, de repente, sin pensarlo, en un instante: “se desencadenaron bruscamente la serie de prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar el ser absurdo que soy, y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que jamás he sido. No digo que el cielo se abre, se eleva, se alza de pronto en una silenciosa y dulce explosión de luz... Es un cristal indestructible de una transparencia infinita, de una luminosidad casi insostenible... Dios estaba allí, oculto por esa embajada de luz que, sin discursos ni retóricas, hacía comprender todo su amor. El milagro duró un mes. Cada mañana volvía a encontrar, con éxtasis, esa luz que hacía palidecer el día, ese amor y dulzura perdían cada día un poco de su intensidad. Finalmente, desaparecieron”. André Frossard, enamorado de Cristo, tuvo esta experiencia extraordinaria de Dios, que le hizo creer en El para siempre. Ojalá que podamos decir como este convertido en la última página de su libro: “Oh Dios mío, ni toda la eternidad será suficiente para decirte cuánto te quiero”. P. Ángel Peña.

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