2
febrero 2014 – Presentación del Señor – El dolor – Resonancias de la Palabra
“Dije
sí a Dios”
Cuando era niña, la poliomielitis vino
a cambiar radicalmente el curso de mi vida. Fui creciendo triste y cada vez
estaba más amargada con mi suerte y repetía: ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí? Mis
padres me llevaron a Lourdes para pedir a la Virgen la curación. Yo les había dicho que, si no
me curaba, al volver a casa me suicidaba. Pero no me curé y no me suicidé. Algo
había cambiado en mí junto a la gruta de la Virgen. Dios hizo el
milagro de hacerme descubrir el valor del sufrimiento y yo le dije SÍ.
Desde que le di mi SÍ a Dios, como
aceptando su voluntad sobre mi vida, he sentido una alegría y una paz inmensas
en mi corazón. Yo me admiro cómo viene a buscarme tanta gente a mí que soy
analfabeta y me piden consejos espirituales. Sí, vale la pena estar enferma de
por vida, cuando se acepta la cruz por amor a Dios y se ofrece todo a Dios con
amor.
“Dios
es bueno y me ama”
Mi historia comienza a los cinco años,
cuando me detectaron graves problemas en el corazón y, desde entonces, nunca
más he podido caminar. He estado toda la vida en silla de ruedas. Desde los
cinco años hasta los treinta, me los pasé yendo y viniendo a clínicas y
hospitales... Hace algunos años tenían que transplantarme un riñón, pero no
pudieron hacerlo, porque tenía una grave enfermedad en el pulmón. Debían
operarme del corazón, pero tampoco pudieron por problemas cerebrales. Ahora
tengo setenta años y sigo adelante con mi cuerpo achacoso hasta que Dios
quiera.
Le doy gracias a Dios por estos
setenta años de vida. A los veinte años fui a Lourdes en silla de ruedas con la
esperanza de curarme. Regresé más enferma que antes, pero Dios me había curado
internamente. Desde ese momento, tengo una alegría incontenible, que, a veces,
no puedo controlar y tengo que expresarla externamente, cantando o diciendo a
todo el mundo lo bueno que es Dios y cuánto me ama.
“Acepté mi realidad”
Una fría mañana de invierno, salía de
una clase en la
Universidad, donde estudiaba segundo de Letras. Bajaba
corriendo las escaleras y resbalé. Me golpeé la cabeza con las gradas. Después
de dos días, aparecieron nubes en mis ojos, cada vez más densas y oscuras.
Desde entonces, soy ciega. Tenía 19 años y muchos ideales y proyectos. Después
de un inútil peregrinar por clínicas y hospitales, me di cuenta de que no había
nada que hacer y acepté mi realidad. Me preguntaba: ¿Qué puedo hacer en la
vida? Aprendí a leer y a escribir en Braille y continué estudiando. Mi madre me
leía en voz alta las lecciones y yo trataba de retenerlas en la memoria. Por
fin, conseguí el título de Filosofía.
Ahora trabajo como telefonista.
Respondo con la alegría de un amigo a cada llamada, amo mi trabajo, porque sólo
con amor y alegría se puede hacer bello el trabajo más humilde y sencillo. Mi
padre me acompaña y viene a recogerme. En las horas libres, me preocupo de los
problemas de los ciegos. Vivo serena y contenta con mi trabajo y me siento
feliz de haber encontrado un sentido a mi vida y de aceptar con amor la
voluntad de Dios. ¡Gloria a Dios!
“Descubrimos juntos el amor de
Dios”
He vivido 17 años con mi esposo. Los
diez primeros años con buena salud. No nos faltaba de nada, hablando
humanamente, porque teníamos un buen trabajo. Pero pensábamos más en las cosas
del mundo, en fiestas y cosas materiales que en Dios. Teníamos nuestras
discusiones, de vez en cuando, y en una ocasión hasta nos separamos durante
siete meses.
De pronto, le descubrieron a mi esposo
un tumor maligno. Y comenzó para nosotros una etapa nueva. Al principio, nos
chocó mucho y no podíamos aceptar aquella situación tan inesperada y tan
difícil. Pero, poco a poco, fuimos aceptando la realidad y mi esposo reencontró
aquella fe de su juventud, cuando estudiaba con los salesianos. Y los dos
rezábamos juntos todos los días tomados de la mano. Juntos descubrimos el amor
de Dios y de que Cristo es el que da valor a nuestro sufrimiento. Todos los
días rezábamos el rosario juntos y durante los últimos meses recibíamos unidos la Eucaristía, cuando le
traían la comunión.
Fueron momentos difíciles, pero llenos
de fe. Los últimos meses, mi esposo se preparó para la muerte y vivimos una
gran unión espiritual. Creo, sinceramente, que fueron los días de mayor unión y
amor de nuestra vida. Dios había transformado nuestro hogar.
Vale
la pena vivir
¿Puede haber algo más triste que vivir
la vida sin tener manos y sin poder ver? Pues Jacques Lebreton vive sin manos y
sin poder ver, porque, siendo soldado en la segunda guerra mundial, una granada
le explotó, arrancándole las manos y dejándolo ciego para siempre. Al
principio, dice él, gritaba contra Dios: ¿Por qué a mí? ¿Por qué? ¿Por qué me
has quitado mis manos? ¿Por qué tengo que ser ciego? Prefiero morirme a vivir
así…
Pero, poco a poco, empezó a pensar en
Cristo crucificado y empezó a sentir la fe que había sentido de pequeño. Se
daba cuenta de que Jesús había sufrido más que él y que no se burlaba de él,
sino que se sentía también triste por sus brazos sin manos y por sus ojos
vacíos. Y empezó a comprender que, a pesar de todo, Jesús lo amaba.
Tuvo la suerte de que una mujer se
enamorara de él y se casó con ella. Han tenido cinco hermosos hijos y ahora él
va por las calles de París, diciendo a todo el que lo escucha: La vida es bella
y vale la pena vivir. Su vida, llena de optimismo y amor, contagia a cuantos lo
rodean, porque ha descubierto que Dios lo ama.
¿Y tú? ¿Has descubierto que Dios te
ama así como eres y que no necesitas cambiar ni ser distinto para que te ame
con todo su amor divino?
“Pasé
de la tristeza a la alegría”
Yo nací defectuosa. Mi madre tuvo un
mal embarazo y me afectó. Y yo ahora soy enana, poco agraciada de cara y debo
andar siempre con mi silla de ruedas. Cuando era joven, me rebelaba contra
Dios. No entendía el valor del sufrimiento; pero, al fin, he comprendido que
Dios tiene un plan para cada uno. Y que el plan para los enfermos no es mejor
ni peor que para los sanos, simplemente es distinto.
Cuando comprendí que la vida vale la
pena vivirla, aun con limitaciones humanas y sufrimientos, mi vida cambió. Pasé
de la tristeza a la alegría. Ahora tengo una alegría inmensa en mi corazón. La
gente me dice que, con mi sonrisa y la alegría que brilla en mis ojos, parezco
un ángel del cielo plantado en la tierra.
Yo me pregunto: ¿Qué habría sido de mí
sin estas limitaciones y enfermedades? ¿Qué sentido le hubiera dado a mi vida? ¿Qué
habría hecho? Muchos desperdician la vida en fiestas y placeres y se olvidan de
Dios y de los demás. Yo procuro sonreír a todos, amar a todos, ofrecer mi vida
por todos. Esa es la clave de mi alegría. Hago lo que puedo, aunque es muy poco
lo que puedo hacer para colaborar en la gran tarea de la salvación del mundo.
No sé más que orar y amar, pero es suficiente. No soy útil a los ojos del
mundo, pero creo que Dios está contento conmigo.
Enfermo
apóstol de la alegría
El Padre Manuel Duato era un sacerdote
español, que fundó la
Fraternidad cristiana de enfermos en Lima. Él había sido
operado 18 veces y llevaba consigo una enfermedad incurable, cuando yo lo conocí.
Y con su cáncer a cuestas hacía reír a todos los enfermos. En cada uno de ellos
sabía sembrar una semilla de alegría. Su lema de vida era: Que la alegría
llegue a tu corazón.
Tres meses antes de hacer su último
viaje a España para operarse, lo vi y seguía sonriendo. Pero Dios se lo llevó a
los dos meses de ser operado. Me imagino que, cuando se encontró con su Padre
Dios, le diría: Padre mío, gracias por ser sacerdote, gracias por la alegría
contagiosa que me diste para compartirla con mis hermanos, gracias por el
cáncer que me acercó más a Ti. Gracias, porque he podido compartir mi vida a
manos llenas con todos; pero, especialmente, con mis hermanos los enfermos.
Gracias. Señor, por tu amor, por tu alegría y por tu paz.
NB.
Las anécdotas de esta Hojita se han seleccionado de “Más allá del dolor” del P.
Ángel Peña. Es un autor interesante y bien informado. Te recomiendo leerlo en:
www.autorescatolicos.org
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