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julio 2014 – Ordinario 14º A – Manso y humilde – Resonancias de la Palabra
Parábola del arroyito
Había una vez un arroyito de agua venida de la montaña,
engendrada en la inmensidad de sus hondas entrañas por el deshielo de las
nieves de las cumbres. Tan pequeño era el arroyito de agua que le quedaban
grandes los nombres altivos como manantial, fuente, arroyo e, incluso, le
sobraba el de riachuelo.
Pero él seguía manando silencioso y fiel, ofreciendo al
caminante la posibilidad de calmar su sed. Ni las piedras ni la espesa tierra
podían impedir que fluyera con su humilde fuerza, serenamente vigorosa. Nadie
podía impedir que siguiera corriendo y regando las orillas del camino con su
frescor de vida. Su fuerza no estaba en la grandiosidad o poderío de su caudal,
sino en la sencilla y audaz constancia de su entrega. Siempre se abría paso,
porque venía de las entrañas de la tierra. Alguien diría que tenía su origen en el
corazón de Dios.
Pues bien, de las
entrañas profundas de tu corazón humano, donde está Dios, también fluye hacia
los que te rodean un arroyito de bondad, que debes cuidar para que nunca se
contamine con envidias, iras, celos, egoísmos o soberbia. Deja que el agua de
tu fuente profunda siga fluyendo y calmando la sed de amor y alegría de los demás.
Agradece con humildad a Dios
La famosa sicóloga
norteamericana, de origen suizo, Elisabeth
Kübler Ross dice: Llegó un momento en mi vida en que me di cuenta de que
había traído dos hijos al mundo, les había dado todo el bienestar, una buena
educación, pero eran soberbios y estaban vacíos por dentro, vacíos como una
botella de cerveza recién bebida. Entonces, me dije a mí misma, que debía hacer
algo que no fuese solamente darles cosas materiales. De acuerdo con mi esposo,
tomamos como huésped en mi casa a un anciano de 74 años, al cual los médicos
habían diagnosticado dos meses de vida. Quería que mis hijos estuvieran cerca
de él en su momento final, quería que viesen y tocasen por sí mismos la
experiencia más importante de la vida: La muerte. El huésped no sólo vivió dos
meses, vivió dos años y medio. Era tratado en todo como un miembro más de la
familia. Aquella experiencia dio a mis hijos una increíble riqueza espiritual.
En aquel desconocido, que fue recibido para morir entre nosotros, descubrieron un
nuevo sentido para su vida y maduraron mucho (haciéndose más humildes). Aquel
pobre anciano nos había dado mucho más de lo que nosotros le habíamos dado a él.
Es bueno conocer la
muerte para conocer la vida. Es importante darnos cuenta de lo poco que somos
humanamente y de lo frágil que es la vida para que no seamos soberbios y
podamos vivir humildemente agradecidos a Dios por cada momento de nuestra
existencia, sin tratar de acumular tesoros en este mundo.
El
sabio de Egipto
Se cuenta que un
turista americano fue a El Cairo, Egipto, para visitar a un famoso sabio. Se
sorprendió mucho el turista al ver que el sabio vivía en un cuartito muy simple
y lleno de libros. Los únicos muebles que había eran una cama una mesa y un
banco.
— ¿Dónde están sus muebles? –preguntó el turista. Y el sabio rápidamente
también preguntó:
— ¿Y dónde están los suyos?
— ¿Los míos? –se sorprendió el turista. –Pero si yo estoy aquí de paso.
— Yo también, concluyó el sabio.
Por eso, no hay que pensar tanto en tener y tener cosas
materiales. No hay que alardear de lo que somos o tenemos. Hay que vivir para
la eternidad y ser humildes.
El caballero de la armadura
oxidada
Había un caballero
que tenía una armadura tan brillante y hermosa que, al pasar la gente creía que
era una especie de arcángel en la tierra, pues el sol se reflejaba con fuerza
en su armadura, irradiando a todos la luz del sol.
Y siempre que había
una batalla, iba en primera fila, con su armadura brillante, siendo la
admiración de todo el mundo. Quería ser siempre el primero y ser admirado por
todos. Así se hizo un gran soberbio y se enamoró de tal modo de su armadura
que, aunque no hubiera batalla, se la ponía a todas horas para que todos la
vieran.
Con el tiempo, no
se la quitaba ni para dormir, pues le daba seguridad y fomentaba su soberbia.
Pero la armadura se empezó a oxidar y a infectarle las heridas que tenía; así
murió víctima de su propia armadura y de su propia soberbia.
La conclusión es clara, si tenemos algo de qué
enorgullecernos, demos gracias a Dios, que nos lo ha regalado y seamos siempre
humildes para amar a Dios y servir a los demás.
La carreta vacía
Caminaba con mi padre cuando él se detuvo en
una curva y después de un pequeño silencio me preguntó: — ¿Además del cantar de los pájaros, escuchas
alguna cosa más?
Agudicé mis oídos y algunos segundos después le
respondí: — Estoy escuchando el ruido de una carreta.
— Eso es —dijo mi padre— Es una carreta vacía.
Pregunté a mi padre: — ¿Cómo sabes que es una carreta vacía, si aún no la vemos?
Entonces mi padre respondió: — Es muy fácil saber cuándo una carreta está
vacía, por causa del ruido. Cuanto más vacía está la carreta, mayor es el ruido
que hace.
Me convertí en adulto y hasta hoy cuando veo a
una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos, siendo
inoportuna o violenta, presumiendo de lo que tiene, sintiéndose prepotente y
menospreciando a la gente, tengo la impresión de oír la voz de mi padre
diciendo: — Cuanto más vacía la carreta, mayor
es el ruido que hace.
La humildad consiste
en callar nuestras virtudes y permitirle a los demás descubrirlas. Y recuerden
que existen personas tan pobres que lo único que tienen es dinero. Y nadie está
más vacío que aquel que está lleno de egoísmo."Envejecer es obligatorio,
madurar es opcional".
Como
una escoba
Cuando Bernardita
Soubirous era religiosa de las Hermanas de la Caridad, una hermana de la
comunidad le enseñó una foto de los lugares de Lourdes y manifestaba la
grandeza de haber sido elegida para tan gran don como es la visión de la Virgen. Bernardita
se limitó a sonreír y, con aparente ingenuidad, preguntó: —Hermana, ¿para qué
sirve una escoba? —Para barrer. Bernardita siguió preguntando: — ¿Y después?
—Se guarda en su sitio, detrás de la puerta. —Así ha hecho la Virgen conmigo. Me usó y me
ha vuelto a poner en mi sitio. Y yo estoy muy bien.
El humilde reconoce a Dios como autor de todo bien. De él
proviene todo cuanto tenemos y somos. Y también cuanto tiene y es nuestro
prójimo. Por eso no cabe el sentido competitivo de la vida, que está en el
fondo de la actitud soberbia y envidiosa. El que quiere sobresalir no busca
tanto alcanzar una meta, sino crear distancia respecto de los otros.
Profesor universitario
Un profesor
universitario de lengua española, soñó que se encontraba con Dios y decidió
preguntarle por qué nunca había sido feliz, a pesar de su exitosa carrera y sus
conocimientos. Dios le dijo: “Sé que eres profesor de gran trayectoria en el
idioma. Dime, pues, cuáles son las tres primeras personas en la gramática”. El
profesor sorprendido ante pregunta tan fácil, respondió: “Esto es muy simple,
son: YO, TÚ y ÉL”. Dios lo miró y dijo: “Ves, ése es el problema. Aún con tu
saber, lo has dicho al revés. Por eso no eres feliz. Siempre debes decir “EL”
primero, refiriéndote a mí, para que yo sea el primero en tu vida. “TÚ”, para
que el prójimo sea la segunda persona importante para ti. Y finalmente cuando
me hayas buscado y ayudado a tu prójimo, entonces estará el ‘YO”. Así pues,
para ser feliz, di siempre: “ÉL, TÙ y YO”.
La humildad es la madre de todos los bienes. Paciencia,
dulzura, dominio de sí mismo, confianza en los otros, todos estos frutos del
Espíritu, de los cuales habla san Pablo, crecen en un árbol cuya raíz es la
humildad. Monje del monte Athos.
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