domingo, 7 de diciembre de 2014



7 diciembre 2014 –2° Adviento B – Preparen el camino – Resonancias
Marcos 1, 1–8


Regalo de la Virgen María
Aquel 25 de agosto de 1981, en Medjugorje, la Virgen dijo a los jóvenes videntes que todo el que quisiera podría tocarla. Después de intercambiar algunas palabras, la celestial aparición les pidió: Vayan a buscarlos y tráiganmelos ustedes mismos. Entonces podrán tocarme. Esto es algo nuevo…Los videntes sorprendidos obedecen. Explican a la gente reunida el regalo que les propone la Virgen María y los ayudan a acercarse porque ninguno la ve. Los aldeanos van pasando y la tocan quien en el hombro, quien en la cabeza, o en el velo o en los brazos. Y cada uno siente su presencia muy real, a pesar de no verla ni oírla.
La emoción es intensa e inolvidable. Pero entretanto los videntes observan que aparecen unas manchas sobre el vestido de la Santísima Virgen. ¡Madre! Tu vestido se volvió todo sucio. Le dicen consternados los videntes. ¡Son los pecados de aquellos que me tocan! Respondió ella humildemente. ¡Dejen de tocar a la Virgen!
Gritan ellos a la gente. ¡Paren! Entonces la Virgen les habló seriamente de la confesión. No hay nadie en el mundo que no necesite confesarse al menos una vez al mes. Aquella noche varios sacerdotes pasaron toda la noche confesando a una oleada de pecadores que pedían el sacramento.

Dame tus pecados
San Jerónimo vivió durante 25 años en la gruta del nacimiento de Jesús, mientras se dedicaba a la traducción de la Biblia al latín, por encargo del Papa San Dámaso. Un día hizo esta oración:
Querido Niño, ¿cómo podré compensarte, ya que para hacerme feliz, has bajado a esta pobre gruta y has padecido tanto por mí?
Alaba a Dios, oyó que decían, y glorifícalo con las palabras: “Gloria a Dios en las alturas”.
Pero yo, querido Niño, quiero darte alguna cosa; quiero darte todo mi dinero.
Dalo a los pobres y será como si me lo hubieras dado a mí.
Sí, lo haré; pero, yo quiero darte alguna cosa también a ti; si no moriré de dolor.
Entonces dame tus pecados; los quiero para mí; para borrarlos.
¡Oh querido Niño, dijo el Santo llorando; toma todo lo que es mío y dame todo lo que es tuyo!

Gime el desierto…
¿Ha perdido “actualidad” la palabra pecado? Pareciera que sí. Sin embargo es una radical experiencia humana. Basta mirar con sinceridad dentro de nosotros para descubrir una cuota de egoísmo y de fragilidad que nos induce a hacer el mal que deberíamos evitar y a no hacer el bien que estamos llamados a practicar.

Refieren los viajeros que, cuando el viento a la caída de la tarde roza la arena del desierto, se oye a lo lejos algo así como un suspiro prolongado: “Escucha” –dice entonces la voz del beduino–  “el desierto se lamenta, porque quisiera ser pradera“. En cuántos hombres, caídos por el pecado, existe la añoranza de lo que podrían ser y no son...

Nunca el hombre es tan grande como cuando cae de rodillas y pide ser purificado, cuando, desde lo profundo del alma grita: “¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad; por tu gran compasión, borra mis faltas!”, (Sal 51, 3) ¡Cuánta paz trae una confesión hecha con humilde arrepentimiento!

Sorprendente conversión
El P. Mateo Crawley, infatigable misionero, narró la siguiente anécdota. Una niña se presentó un día en mi parroquia. Terminada la confesión de sus pecados, me dijo: Padre yo veo todos los días a Jesús. ¿Y cuándo lo ves? Apenas recibo la Comunión y regreso a mi puesto, Jesús se pone a mi lado y hablamos. ¿Y los otros no lo ven también? No lo sé, Padre. ¿Y qué es lo que te dice? Me dice siempre que me quiere mucho y que quiere ser muy amado. ¿En qué forma ves a Jesús? Corno un niño. ¿Y qué cosas le preguntas? Nada, Padre. ¿Qué cosas le puedo preguntar?

Quise entonces cerciorarme de que Jesús realmente se le aparecía a esta niña y, para hacerlo, se me ocurrió una prueba. Le dije: Escúchame, pequeña. La próxima vez que veas a Jesús después de hacer tu comunión, le dirás que yo deseo convertir a un pecador, que me lo mande. Y después vendrás a decirme lo que Jesús te responda.

Al día siguiente, finalizada la Misa, se presentó de nuevo la niña en el confesonario. Padre, ha venido Jesús y me ha dicho que e! pecador llegaría enseguida. Entretanto advertí que a la iglesia acababa de entrar una persona. Me dirigí entonces hacia el fondo de la iglesia. Se encontraba allí un hombre de rostro turbado. Daba la impresión de que quería hablarme. Padre, hace muchos años que no entro en una iglesia, pero hace media hora he sentido una voz interior que me urgía a hacerlo. Ha sido tan insistente que me he decidido entrar, pues tengo una sensación de que si no me confieso no podré vivir nunca más en paz. La conversión de este pecador era la prueba más maravillosa de la aparición de Jesús a esa niñita.

Don Bosco confesor
El 24 de mayo de 1884, estaba Don Bosco confesando en la sacristía del santuario de María Auxiliadora, cuando un hombre  de unos treinta años se detuvo a mirarlo; y, aunque no tenía ganas de confesarse, sintió dentro de sí una fuerza que lo retuvo allí parado como una estatua.

Don Bosco escuchó la confesión del último jovencito, se volvió al desconocido y lo invitó a arrodillarse. Lo que ocurrió entre él y el penitente sólo Dios lo sabe, pero alguien que estaba en la sacristía oyó sollozar a aquel señor como un niño y  lo vio levantarse con la cara bañada en lágrimas. Le preguntaron qué le había ocurrido y respondió:

¡Oh, qué bueno es Dios! Es la Virgen quien me ha hecho venir aquí; es aquella imagen tan bella la que me ha tocado el corazón. Y fue ante la imagen de María Auxiliadora y no acababa de llorar y rezar.

La medalla de la Virgen María
El 4 de septiembre de 1868, Don Bosco les habló así a los jóvenes:”Hace pocos días había en el hospital una mujer gravemente enferma que no quería confesarse. Aumentaba el peligro de muerte y le propusieron que me llamaran. Ella contestó: Venga el que quiera; no me confesaré.
Fui y en cuanto llegué, dijeron a la enferma: Ha llegado Don Bosco. Cuando esté curada me confesaré. Es que Don Bosco te hará sanar. Que me cure y entonces me confesaré.
Como yo tenía en la mano una medalla de María Auxiliadora con un cordoncito, se la presenté. La enferma la tomó, la besó y se la puso al cuello. Los presentes lloraban de emoción. Hice que salieran aquellas personas; la bendije y ella se santiguó; le pregunté cuánto tiempo hacía que no se confesaba y se confesó. Cuando terminó me dijo :¿Qué le parece? Hace poco no quería confesarme y me he confesado. .Estaba contenta. Pues yo no sé qué decir, le respondí: mire, es la Santísima Virgen, que quiere que se salve.
Y la dejé con los sentimientos de una buena cristiana. Pongamos, pues, toda nuestra confianza en María, y quien no lleve aún su medalla al cuello, póngasela; y por la noche, y en las tentaciones, besémosla y experimentaremos una gran ayuda para nuestra alma” .

Se levantó lleno de alegría y paz
Un joven, entre 18 y 20 años, se confesaba. Era un obrero alto y fornido. Era la primera vez que se acercaba a Don Bosco. Con voz bastante fuerte, de modo que todos podían oírle, empezó a contar sus debilidades que no eran pocas ni chicas. En vano le indicaba Don Bosco que hablara más bajo e intentaba amortiguar su voz con un pañuelo blanco. Los compañeros más cercanos le tocaban diciéndole: "¡Habla más bajo!". Pero él, sin hacer caso ninguno, seguía como antes y, sin variar de voz, de cuando en cuando daba con el pie a los que le importunaban.

Los jóvenes, tuvieron que taparse las orejas con los dedos para no oír. Cuando recibió la absolución, besó la mano de Don Bosco con un estallido de labios tan vehemente, que hizo sonreír a muchos. Después se levantó para retirarse del confesionario y, al volverse, su semblante tenía una expresión de paz, de humildad y alegría sorprendentes. Buscaba abrirse paso entre la compacta multitud que, de una y otra parte, no hacía más que repetirle:
¿Por qué hablabas tan alto? Todos se han enterado de tus pecados.
El mozo se paró, extendió los brazos y, con un candor singular, exclamó:
¿Y qué me importa a mí que los hayáis oído? Los he cometido, es verdad, pero el Señor me los ha perdonado. De aquí en adelante seré bueno.

Y apartándose, se arrodilló y se quedó inmóvil por una buena media hora dando gracias.

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