21 diciembre 2014 – 4° Adviento B – Ave María, el
Señor… – Resonancias
Lc. 1, 26-38
Papas y santos aconsejan
En
las Revelaciones
de santa Matilde se lee que la Virgen María le dijo
con relación a su petición frecuente de que la asistiera en la hora de la
muerte: Sí,
lo haré; pero quiero que por tu parte me reces diariamente tres avemarías,
conmemorando en la primera el poder recibido del Padre eterno; en la segunda,
la sabiduría con que me adornó el Hijo y, en la tercera, el amor de que me
colmó el Espíritu Santo (Libro de la gracia especial o
Revelaciones de santa Matilde, capítulo XLVII).
Esta
devoción de las tres avemarías fue recomendada por
algunos Papas como Pío IX, que las rezaba cada día después de cada misa. Y esta
costumbre de rezar tres avemarías después de la misa, la extendió el Papa León
XIII a todos los sacerdotes de la Iglesia. Muchos santos también aconsejaron esta
devoción, especialmente, san Leonardo de Puerto Mauricio y san Alfonso María de
Ligorio.
¡Cuántas personas han podido comprobar en su
propia vida la eficacia de esta devoción de las tres avemarías! Un pequeño
obsequio, ofrecido a María, nos puede obtener la salvación.
Un mudo empezó a hablar
En
1959, el padre redentorista Luis Larrauri confesó a un mudo. Dice así: Después de haber dirigido una misión popular, el hijo de un caballero
me suplicó que fuera a confesar a su padre, que llevaba tres meses mudo y
estaba gravísimo por efectos de una embolia. Fui a su casa y entré en la
habitación del enfermo. Le dije: “Esté usted tranquilo, yo le haré preguntas y
usted me responde sí o no con la cabeza.”
Entonces, el caballero rompió a llorar. Y con voz alta y distinta se
confesó. ¡Yo no salía de mi asombro! Y él me dijo: “Padre, usted va a
comprender inmediatamente por qué hablo en estos momentos. Desde los diez años
tomé la costumbre de rezar por la mañana y por la tarde las tres avemarías, que
me aconsejaron los misioneros. Desde los catorce años, perdí toda práctica
religiosa, menos las tres avemarías. Ningún día las omití, pidiendo también la
gracia de no morir sin hacer una buena confesión, porque necesitaba confesarme
bien desde mi primera comunión a los ocho años…”
Al
terminar la confesión, quedó mudo otra vez. A las doce de la noche, de ese
mismo día, había muerto en la paz de Dios (Bengoechea
Ismael, Relatos
de Santa María, Cádiz, 1984, p.97).
Perdidos en la inmensidad de los Andes
Un
misionero del Perú contaba que, en 1967, hizo una visita turística a un
pueblecito de la cordillera de los Andes. Al regresar, el coche se averió en un
pequeño poblado perdido en la inmensidad de aquellos montes. Mientras el
mecánico arreglaba el coche, se le acercó un hombre de mediana edad que,
dirigiéndose a él, que llevaba sotana, le dijo:
Padrecito, le ruego
venga conmigo a mi casa, porque mi madre anciana está muy enferma y quiere un
sacerdote. El sacerdote más próximo está a 300 km de aquí y no hay
tiempo para ir a buscarlo, porque puede morirse en cualquier momento.
Al
llegar el sacerdote a su casa, la anciana le dijo que, durante toda su vida, le
había pedido a Dios la gracia de no morir sin confesión, rezando tres avemarías
por esta intención. Y Dios le concedía ahora esa gracia por medio un sacerdote,
que se había detenido en el poblado por efecto de una avería, que Dios había
permitido, para ayudar a aquella anciana a morir bien confesada y preparada
para el viaje a la eternidad.
Ciertamente,
las tres avemarías, rezadas todos los días a la Virgen, le habían obtenido
esa gracia de Jesús por intercesión de María (Valadez
Jiménez Ángel, Corona de
estrellas, Málaga, 1985, p. 157).
Diez mil enfermos informados
Un
misionero redentorista contaba que, en 1959, envió la estampa con la devoción
de las tres avemarías a diez mil enfermos. Al poco tiempo, le llamaba un hombre
ilustre en el mundo de las Letras y de la Jurisprudencia, al
que conocía desde hacía ocho años. Le dijo que quería confesarse, después de
más de cincuenta años. El misionero le preguntó: “¿Por qué?”.
“Desde que recibí su carta, tomé la estampa y
empecé a rezar las tres avemarías. Y esta mañana he sentido el impulso de
confesarme. Y el padre dice: Lo confesé y, al mes exacto, moría de repente
con la alegría de estar bien confesado, pues se había confesado de nuevo dos
días antes de morir” (.Tomado de la revista Miriam de
julio-agosto de 1959).
Un obispo llega de incógnito
En
1968, en Rusia, recrudeció la persecución contra los cristianos. El obispo
católico de cierta diócesis, tuvo que huir precipitadamente, vestido de
campesino. Al llegar la noche, se acercó a una casa de campo para pedir
alojamiento. Era un matrimonio con varios hijos pequeños, lo acogieron bien y
le ofrecieron de cenar. Le informaron que el anciano padre de uno de ellos
estaba muy enfermo desde hacía algunos días. Al día siguiente, antes de despedirse,
el obispo, que estaba de incógnito, pidió saludar al anciano enfermo. Entonces,
el anciano le dijo, sin saber quién era:
Mire usted, yo sé que
estoy muy grave, pero sé que por ahora no moriré. Soy católico y todos los días
he rezado tres avemarías a la
Virgen María para que, a la hora de mi muerte, sea asistido
por un sacerdote, que me prepare a bien morir. Y, como todavía no hay
sacerdote, por eso, estoy seguro que todavía no voy a morir.
Emocionado,
el obispo le dijo que él era el obispo de aquella diócesis y que podía
confesarlo y darle la unción de los enfermos. Incluso, celebró la misa y le dio
la comunión.
De
esta manera, la Virgen
María premiaba a aquel buen creyente con la gracia de una
muerte santa. Había permitido que el obispo perseguido llegara, precisamente, a
su casa para premiarle por su devoción. A los dos días, murió en la paz de Dios (La
devoción de las tres Avemarías, Madrid, 1975, pp. 53-58).
Nunca dejó de rezar las tres
avemarías
Un
sacerdote jesuita estaba confesando en el templo del Pilar de Zaragoza, cuando
vio que un oficial del ejército se arrodillaba a los pies de la sagrada imagen.
Parecía que tenía problemas, pues estaba un poco inquieto y turbado. Después de
un rato, se retiró. Pero, luego de unos minutos, volvió de nuevo a arrodillarse
frente a la imagen de María. También se retiró, después de unos momentos de
oración; pero regresó igualmente al cabo de unos minutos.
Cuando
se levantó la tercera vez, fue directamente al confesionario. Allí le contó al
sacerdote lo que le había pasado. Vivía muy alejado de Dios y de la Iglesia, pero nunca había
dejado de rezar tres avemarías cada día tal como le había encargado su madre
antes de su muerte, y había venido a Zaragoza a visitar el templo del Pilar,
para cumplir también una promesa que le hizo a su madre.
Al arrodillarse ante la imagen, había oído
claramente que la Virgen
le decía: “Confiésate”. Había querido salir de la iglesia, pero regresaba,
impelido por una fuerza superior. Y otras dos veces más oyó la voz: “Confiésate”;
a la tercera, ya no pudo resistir más y se acercó a confesarse, después de 36
años. Luego recibió la
comunión. Y se pasó la tarde, rezando rosarios, hasta que el
sacristán se vio obligado a avisarle que iban a cerrar el templo.
En este caso, como en otros muchos, la devoción de
las tres avemarías obtuvo para él la gracia de la conversión (Nazario
Pérez, en la
revista Propagador de las tres Avemarías, octubre de 1966)
Oración ante el arbolito de Navidad
Bendito
seas, Señor y Padre nuestro, que nos concedes recordar con fe en estos días de
Navidad los misterios del nacimiento de Jesucristo. Concédenos, a quienes hemos
adornado este árbol y lo hemos embellecido con luces, vivir también a la luz de
los ejemplos de la vida santa de tu Hijo y ser enriquecidos con las virtudes
que resplandecen en su santa infancia. Gloria a él por los siglos de los
siglos. Amén.
En www.autorescatolicos.org - P. Ángel
Peña, lee el libro “María, Madre nuestra”. Allí encontrarás abundante y excelente
material sobre la Virgen
María.
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