8 junio 2014 – Pentecostés A – Espíritu Santificador –
Resonancias de la Palabra
Pide
el don del Espíritu
Jesús te alienta a
pedir al Padre con confianza de hijo lo más extraordinario, la suma de todos
los bienes, el Bien infinito: el Espíritu Santo (Lucas 11, 11). Jesús quiere
que te abras al Espíritu que vive en ti, siendo sensible a sus inspiraciones,
permitiéndole expresarse profundamente en tu vida. Por eso te propongo esta
oración para que tome posesión de tu vida.
Ven del seno de Dios, oh Santo Espíritu,
a visitar las mentes de tus fieles;
y haz que los corazones que creaste
se llenen con tus dádivas celestes.
Ilumine tu luz nuestros sentidos,
encienda el fuego de tu amor los pechos;
Espíritu de Cristo fortalece
este barro mortal de nuestros cuerpos.
Danos, Amor, tu amor y la alegría
de conocer al Padre y a su Hijo,
de poseerte a ti que eres de entrambos
eternamente el inefable Espíritu. Amén.
Puedes abrirte al Espíritu o rechazarlo, marginarlo,
olvidarte de El. Jesús señaló que la oración es el medio decisivo para aceptar
al Espíritu Santo en la trama de la propia vida. Nada ni nadie podrá quitarte
la posibilidad de orar, y con la oración tienes la sencilla clave para aceptar
el don del Espíritu con el cual tienes todo. Dios quiera que esta orientación
sea decisiva para ti.
Santo
muy simpático
Felipe Neri, huérfano de
madre, siendo joven fue enviado por su padre a casa de un tío muy rico, el cual
pensaba dejarlo heredero de todos sus bienes. Pero Felipe se dio cuenta de que
las riquezas le podían impedir el dedicarse a Dios, y un día se alejó de la
casa del riquísimo tío y se fue a Roma llevando únicamente la ropa que tenía
puesta.
San Felipe Neri había recibido de Dios el don de la
alegría y de la amabilidad. Como era tan simpático en su modo de tratar a la
gente, fácilmente se hacía amigo de obreros, de empleados, de vendedores y
niños de la calle y empezaba a hablarles del alma, de Dios y de la salvación.
Una de sus preguntas más frecuentes era ésta: "Amigo ¿y cuándo vamos a
empezar a volvernos mejores?". Si la persona le demostraba buena voluntad,
le explicaba los modos más fáciles para llegar a ser más piadosos y para
comenzar a portarse como Dios quiere. A aquellas personas que le demostraban
mayores deseos de progresar en santidad, las llevaba de vez en cuando a atender
enfermos en hospitales de caridad, que en ese tiempo eran pobrísimos y muy
abandonados y necesitados de todo.
Una vez en la
vigilia de Pentecostés, mientras oraba con gran confianza pidiendo a Dios el
poder amarlo con todo el corazón, éste se ensanchó y saltaron dos costillas.
Felipe entusiasmado y casi muerto de la emoción exclamaba: "¡Basta Señor,
basta! ¡Que me vas a matar de tanta alegría!". Los santos sabían que el Espíritu del Amor,
el Espíritu de Jesús lleva a la santidad.
Poseído por el Espíritu Santo
“El Espíritu Santo está presente tanto
hoy como en tiempos de Jesús y los Apóstoles... está y actúa, llega antes que
nosotros, trabaja más y mejor que nosotros. A nosotros no nos toca ni
sembrarlo, ni despertarlo, sino ante todo reconocerlo, recibirlo, secundarlo,
abrirle camino, seguirlo” (Carlos Martini). Una anécdota que pasó en la
península de Athos, poblada de monjes.
Cuando se llegaba a la
puerta de su eremitorio, el padre Serafín tenía la costumbre de observar al
recién llegado de la manera más impertinente, de la cabeza a los pies, durante
cinco largos minutos, sin dirigirle ni una palabra. Aquéllos a quienes ese
examen no hacía huir, podían escuchar el áspero diagnóstico del monje: “En
usted no ha descendido más abajo del mentón. De usted, no hablemos. Ni siquiera
ha entrado. Usted... no es posible... ¡qué maravilla! Ha bajado hasta sus
rodillas...” Hablaba del Espíritu Santo y de su descenso más o menos profundo
en el hombre.
Así es como juzgaba la santidad de alguien: según el grado de ser
poseído por el Espíritu. El hombre perfecto, el hombre transfigurado era para
él, el habitado todo entero por la presencia del Espíritu Santo de la cabeza a
los pies. "Esto no lo he visto –decía– sino una vez en el staretz Silvano”.
Trata de dejar al divino Espíritu un amplio espacio en tu vida.
Ven, Espíritu Santo
“Frente a
la aguda crisis actual, que es la pérdida del sentido de lo invisible, la
crisis del sentido de Dios, el
Espíritu está jugando en lo pequeño e invisible su partido victorioso”. En esta
solemnidad de Pentecostés abre tu corazón al Divino Espíritu que anhela
comunicarte sus dones admirables. Esta oración te ayudará a entrar en su
presencia.
Ven a mí, Espíritu
Santo, Espíritu de sabiduría: dame mirada y oído interior, para que no me
apegue a las cosas materiales, sino que busque siempre las realidades del
espíritu. Ven a mí, Espíritu Santo, Espíritu de amor: haz que mi corazón
siempre sea capaz de más caridad. Ven a mí, Espíritu Santo, Espíritu de verdad:
concédeme llegar al conocimiento de la verdad en toda su plenitud. Ven a mí,
Espíritu Santo, agua viva que salta hasta la vida eterna: concédeme la gracia
de llegar a contemplar el rostro del Padre en la vida y en la alegría sin fin.
Amén.
Al
Espíritu Santo
El Espíritu Santo habita
en el bautizado en estado de gracia como en un templo y es para nosotros el
principio de la vida sobrenatural, así como el alma es el principio de la vida
corporal. Por eso podría decirse que, si el hombre está compuesto de cuerpo y
alma, el cristiano está compuesto de cuerpo, alma y Espíritu Santo. Otra bella
oración a este divino Espíritu.
Ven, Espíritu Santo,
luz y gozo, Amor, que en tus incendios nos abrasas:
renueva el alma de
este pueblo tuyo que por mis labios canta tu alabanza.
En sus fatigas
diarias, sé descanso; en su lucha tenaz, vigor y gracia:
haz germinar la
caridad del Padre, que engendra flores y que quema zarzas.
Ven, Amor, que
iluminas el camino, compañero divino de las almas:
ven con tu viento a
sacudir al mundo y a abrir nuevos senderos de esperanza. Amén.
El Espíritu Santo comunica al bautizado la vida divina, la vigoriza y
perfecciona. Nos alienta a practicar buenas obras. Con este fin, nos enriquece
con sus siete dones que generan en nuestra vida actos eminentes de virtud,
llamados frutos del Espíritu. A saber, aplica a cada uno la Redención de Cristo, en
especial por los sacramentos de la
Iglesia.
Benito
Labre: mendigo santo
Benito José,
vestido de harapos, tenía un aspecto repulsivo para la mayoría, pero en algunos
generaba una honda admiración. Cierto día, le preguntaron de qué estaba hecho
su corazón. El respondió: — De fuego para Dios, de carne para el prójimo, de
bronce para conmigo mismo. Como los pájaros del cielo se alimentaba de lo que
Dios le ofrecía. — Se ofende a Dios —dijo al cura de Cossignano— porque no se
conoce su bondad.
Cuando san Benito Labre hablaba del misterio de la Santísima Trinidad,
su rostro se hacía tan luminoso como el sol o lloraba a lágrima viva. Un día un
teólogo le hizo este reproche: «Tú hablas siempre de la Santísima Trinidad,
¿pero qué sabes de ella?» Y Benito le respondió: «No sé nada... pero, mira, me
siento arrebatado». Y al decir esto hacía un gesto con la mano que decía mucho
más que todas sus palabras. Qué hermosa respuesta de este santo, mendigo por
las calles de Roma. En verdad se sentía fascinado por la Trinidad, porque el fuego
de la zarza ardiente se había apoderado de su corazón.
En Loreto, un sacerdote,
al verlo acostado en el frío suelo del atrio, le preguntó: —¿No sabe, hermano,
que el frío de la piedra y el aire del campanario pueden matarlo? Y Benito José sonriendo dulcemente y con
humilde acento, le dijo: — Dios lo quiere así. Los pobres dormimos en el lugar
donde nos llega la noche... Los pobres no necesitamos buscar una cama demasiado
cómoda... Además, padre, me gusta estar solo con Dios...
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